Retazos de sol se derraman sobre las sábanas que envuelven su desnuda piel. Rostro y almohada se aúnan en perfecta armonía y revelan una placentera subliminal sonrisa que sus labios no traslucen. Desde la remota vigilia intenta colarse un insistente teléfono, pero ella no se deja despertar. Sin embargo, no habrá transcurrido mucho tiempo, y todavía resonará en su memoria el repicar, cuando se resigne a finalmente renunciar a la agradable monotonía del ensueño frente a la programada, pero no por ello deseada voz del locutor, indicando el pronóstico para hoy. Despejado, desmejorando hacia la tarde con probabilidad de nevadas aisladas. Pasta de dientes más tarde, y café en mano, elegirá frente al espejo la prenda más adecuada, preguntándose si él seguirá interesado luego de descubrir en la incipiente futura intimidad su realmente imperceptible aumento de peso. La nueva interrupción del reinante silencio la encontrará aguardando junto al fuego la aventura del nuevo día. No es nada menos que el ya impuntual caballero quien, desde la distancia, comunica su evidentemente tardía condición. En esta ocasión el mensaje sí es recibido y no siendo aún mediodía, con toda la mañana por delante, buscará acelerar el avance de la aguja en el reloj mediante el paulatino deterioro de su otrora limpia dentadura. Contrario a lo esperado, las sucesivas lácteas barras de cacao no tienen significativo efecto sobre la liberación de serotonina sino que, lectura de valores nutricionales de por medio, logran deprimirla aún más. Un bocinazo desde la acera la arranca de sus pensamientos y se precipita escaleras abajo.
Cierra la puerta tras de sí con desgano, procurando que el perro quede fuera para no encontrar todo hecho trizas a su regreso. El frío motor no quiere encender y son necesarios paciencia y numerosos intentos para ponerlo en marcha. A pesar de la tardanza, recorre sin apuro la desierta carretera. Ella no tardará en salir a su encuentro y él intentará descubrir en su rostro si aún está enfadada por su demora. Se saludan con un torpe beso. Pasan varios minutos y aún cuesta romper el silencio que los distancia. Con los bolsillos vacíos, sin segundas intenciones y haciendo a un lado el temor al ridículo, él propondrá ir a su casa. Habiendo anticipado la situación y tomado de antemano la decisión, la afirmativa respuesta no se hace esperar y, una vez que la tensión se diluye, vuelven a ser los mismos de siempre. Un click enciende el radio y el dial gira entre sus dedos buscando alguna melodía conocida.
Desguarecido y a la intemperie en ese crudo invierno, con una cadena alrededor del cuello, despertará su lástima el can que festeja la llegada. Si bien parece en principio una cruel muestra de maltrato, el cariño que él prodiga hacia el animal es prueba de la más profunda negligencia. Siguiendo los pasos del joven, tomada de su mano, subirá los peldaños, temerosa de que la vieja madera ceda bajo su peso. Al abrirse la puerta sin llave sus ojos serán testigo de la más poco creíble sucesión de elementos propios de un film de Harmony Korine, demasiado retorcidos pero innegablemente reales. Pudo obviar el desorden en la desvencijada casa pero incluso para ella, tenaz amante de los felinos como es, tres, cuatro, ¿¡cinco gatos?! resultan demasiado en un recinto no mayor a ocho pies de ancho por diez de largo. A su derecha, fría luz de tubo se cuela por una entreabierta puerta. Él explica que es su madre mirando televisión, pero no intercambian saludo alguno ni se escucha su voz en el interior. Por suerte, piensa, no se detienen en ese triste ambiente. Su habitación, sin embargo, no será mucho mejor. Un patético colchón de agua y mujeres desnudas en el techo junto a la cama les dan la bienvenida. La conversación fluye y estupefacta lo escucha hablar sobre un padre ex marine ausente, una hermana adicta a la heroína y una madre no sólo consintiendo sino también compartiendo compra y consumo de THC y cocaína. Las mujeres de su vida no son más que estorbos y, a pesar del abandono, él saca con orgullo de un cajón de ropa una raída fotografía de su padre que le llegó alguna vez desde Centroamérica, acompañando una impersonal carta. No faltará tampoco un pasado de violencia escolar que terminó en expulsión, razón por la cual jamás finalizará el secundario. Una visita al baño revela un inoperante lavabo que enseña un orificio casi de igual tamaño que su superficie. Todo esto y aún más pudo caber en la misma bolsa de la que, con optimista entusiasmo, apartó la mirada. Pero, al calor de las caricias, quedará al descubierto algo hasta entonces oculto que ni sus germanas raíces le permiten perdonar. Su cerebro está aún enlentecido por el ilegal cigarrillo rato antes compartido, pero la idea de huir de allí cuanto antes es de todas formas capaz de propagarse a la velocidad del rayo. Ninguna excusa resulta para él suficientemente convincente como para apartar de ese tibio cuerpo sus licenciosas manos. Pero, para fortuna de ella, la insistencia parece no perder eficacia. Ya en el automóvil, camino de regreso, el diálogo parece tropezar consigo mismo. Le resulta difícil encontrar qué decir creyendo en jaque su integridad personal. Esto no sólo está ocurriendo sino que le está ocurriendo a ella. Si no estuviera, como está, paralizada por el pánico, podría incluso considerar encantadora esta increíblemente surrealista experiencia. Pero no es ese el caso. En su mente los segundos resuenan con el mismo inexorable impacto que lo harían si estuviera sentada frente a un explosivo pronto a detonar. Cuando aceptó por despecho, y para levantar su pobre autoestima, la invitación de aquel muchacho significativamente más joven que ella pensó que, en el peor de los casos, la conversación sería un tanto infantil. Ahora se arrepiente y, como tantas otras veces, quisiera volver el tiempo atrás. Al despedirse rehuirá sus labios pero sabrá oportunamente mentir un -hasta mañana- sin poder en realidad dilucidar si él ve detrás de la mascarada.
Al día siguiente él la buscará como tantas otras veces, pero ella estará curiosamente ausente de los espacios habitualmente frecuentados. Recordando esa gamada cruz de tinta en su piel, yo todavía me río cuando algún ingenuo me suelta un -¿a qué le tenés miedo?- si declino una invitación a dar una vuelta.
Cierra la puerta tras de sí con desgano, procurando que el perro quede fuera para no encontrar todo hecho trizas a su regreso. El frío motor no quiere encender y son necesarios paciencia y numerosos intentos para ponerlo en marcha. A pesar de la tardanza, recorre sin apuro la desierta carretera. Ella no tardará en salir a su encuentro y él intentará descubrir en su rostro si aún está enfadada por su demora. Se saludan con un torpe beso. Pasan varios minutos y aún cuesta romper el silencio que los distancia. Con los bolsillos vacíos, sin segundas intenciones y haciendo a un lado el temor al ridículo, él propondrá ir a su casa. Habiendo anticipado la situación y tomado de antemano la decisión, la afirmativa respuesta no se hace esperar y, una vez que la tensión se diluye, vuelven a ser los mismos de siempre. Un click enciende el radio y el dial gira entre sus dedos buscando alguna melodía conocida.
Desguarecido y a la intemperie en ese crudo invierno, con una cadena alrededor del cuello, despertará su lástima el can que festeja la llegada. Si bien parece en principio una cruel muestra de maltrato, el cariño que él prodiga hacia el animal es prueba de la más profunda negligencia. Siguiendo los pasos del joven, tomada de su mano, subirá los peldaños, temerosa de que la vieja madera ceda bajo su peso. Al abrirse la puerta sin llave sus ojos serán testigo de la más poco creíble sucesión de elementos propios de un film de Harmony Korine, demasiado retorcidos pero innegablemente reales. Pudo obviar el desorden en la desvencijada casa pero incluso para ella, tenaz amante de los felinos como es, tres, cuatro, ¿¡cinco gatos?! resultan demasiado en un recinto no mayor a ocho pies de ancho por diez de largo. A su derecha, fría luz de tubo se cuela por una entreabierta puerta. Él explica que es su madre mirando televisión, pero no intercambian saludo alguno ni se escucha su voz en el interior. Por suerte, piensa, no se detienen en ese triste ambiente. Su habitación, sin embargo, no será mucho mejor. Un patético colchón de agua y mujeres desnudas en el techo junto a la cama les dan la bienvenida. La conversación fluye y estupefacta lo escucha hablar sobre un padre ex marine ausente, una hermana adicta a la heroína y una madre no sólo consintiendo sino también compartiendo compra y consumo de THC y cocaína. Las mujeres de su vida no son más que estorbos y, a pesar del abandono, él saca con orgullo de un cajón de ropa una raída fotografía de su padre que le llegó alguna vez desde Centroamérica, acompañando una impersonal carta. No faltará tampoco un pasado de violencia escolar que terminó en expulsión, razón por la cual jamás finalizará el secundario. Una visita al baño revela un inoperante lavabo que enseña un orificio casi de igual tamaño que su superficie. Todo esto y aún más pudo caber en la misma bolsa de la que, con optimista entusiasmo, apartó la mirada. Pero, al calor de las caricias, quedará al descubierto algo hasta entonces oculto que ni sus germanas raíces le permiten perdonar. Su cerebro está aún enlentecido por el ilegal cigarrillo rato antes compartido, pero la idea de huir de allí cuanto antes es de todas formas capaz de propagarse a la velocidad del rayo. Ninguna excusa resulta para él suficientemente convincente como para apartar de ese tibio cuerpo sus licenciosas manos. Pero, para fortuna de ella, la insistencia parece no perder eficacia. Ya en el automóvil, camino de regreso, el diálogo parece tropezar consigo mismo. Le resulta difícil encontrar qué decir creyendo en jaque su integridad personal. Esto no sólo está ocurriendo sino que le está ocurriendo a ella. Si no estuviera, como está, paralizada por el pánico, podría incluso considerar encantadora esta increíblemente surrealista experiencia. Pero no es ese el caso. En su mente los segundos resuenan con el mismo inexorable impacto que lo harían si estuviera sentada frente a un explosivo pronto a detonar. Cuando aceptó por despecho, y para levantar su pobre autoestima, la invitación de aquel muchacho significativamente más joven que ella pensó que, en el peor de los casos, la conversación sería un tanto infantil. Ahora se arrepiente y, como tantas otras veces, quisiera volver el tiempo atrás. Al despedirse rehuirá sus labios pero sabrá oportunamente mentir un -hasta mañana- sin poder en realidad dilucidar si él ve detrás de la mascarada.
Al día siguiente él la buscará como tantas otras veces, pero ella estará curiosamente ausente de los espacios habitualmente frecuentados. Recordando esa gamada cruz de tinta en su piel, yo todavía me río cuando algún ingenuo me suelta un -¿a qué le tenés miedo?- si declino una invitación a dar una vuelta.