miércoles, 26 de septiembre de 2007

Ciego a culpas, el destino puede ser despiadado
con las más mínimas distracciones.

El sur – Jorge Luis Borges –

Tranquila... ponete cómoda.

Recordó a tiempo doblar por la calle del almacén. Su madre le había encargado que comprara 20 gramos de levadura. El pan recién horneado le gustaba, casi tanto como ver a su mamá levantada, en vez de postrada en la cama, amasado, haciendo algo sólo para que ella lo disfrutara. Además, la maestra la había felicitado por su composición sobre Unitarios y Federales y, por si esto fuera poco ya, el vuelto del mandado era todo suyo. Un paquete de figuritas la estaba esperando, cargado de promesas y nuevas imágenes por descubrir. Al salir del negocio no pudo esperar a abrir el pequeño sobre. ¡Le tocó una de las difíciles! Iba a ser la envidia de sus amigas. Victoriosa se fue salticando; sus pasos llenaban el vacío de la cuadra. El auto azul la alcanzó y se detuvo en la bocacalle.

La brillante luz matinal atravesaba la roída y delgada cortina, desgarrándola aún más, y caía implacable sobre su rostro. Ana apretó los ojos buscando el negro absoluto, tratando de borrar de su vista la penetrante claridad... tratando de borrarlo todo. Las húmedas sábanas se pegaban a su piel. –No, no otra vez– pensó. Mientras destendía la cama, escuchó pasos por el corredor. Al otro lado de la puerta supo reconocer su odiosa voz y los violentos golpes no se hicieron esperar. –¡Anita!–. Alcanzó a arrojar torpemente, en un rincón de la diminuta habitación, el ato de sábanas, pero ya era tarde. El Sr. López se había precipitado dentro, justo un momento antes, como para comprender lo que ocurría. Ana sintió los gruesos dedos, cual morcillas, rodeándole fuertemente el brazo. Temió voltear. Sabía perfectamente que encontraría sus duros ojos clavados en ella, que su vista la penetraría tan implacablemente como los rayos del sol filtrados por la ventana. –¡Rogelia! Esta pendeja de mierda se meó de vuelta–. Las lágrimas brotaban a borbotones de sus ojos, pero se quedó en silencio. De repente se percató de su desnudez y se sintió aún más desvalida. La humillación no podía ser mayor.

Sus largas y delgadas piernas asomaban por debajo del blanco delantal. Era desgarbada, aún aniñada, pero bonita al fin y ya comenzaba a despertarse, en su interior, el interés por los muchachos. Cuando la invitaron un helado, acudieron a su mente las sabías palabras de su madre «nunca hables con extraños», pero el joven tenía razón, un helado no hacía realmente mal a nadie, o al menos él no había escuchado de nada más grave que una leve indigestión. –Mmm... ¿y si mejor vamos caminando? –se atrevió a preguntar Ana. Pero Antonio tampoco tuvo que insistir mucho en este aspecto y ella subió finalmente al auto.

Junto con las otras chicas, pasaba las horas de la siesta sentada en el porche de la casa. Adentro todos dormían, así que lo mejor era guardar silencio; pero esos cuchicheos casi no se oían, así que no había problema. Jugaban a peinarse entre ellas o pintarse las uñas, pero tal vez no era tan juego como hubieran querido. A veces veían el azul auto de Antonio y, entre suspiros, todas lo seguían con la mirada. Él jamás se detenía, parecía ajeno a todo lo que su presencia causaba, todo lo que en ese lugar se gestaba.

Ella pidió crema del cielo y frutilla; él dijo no tener ganas. Sacó, para pagar, un billete de cincuenta pesos de su pulcra billetera. Ana asomó por encima de su hombro y pispeó. ¡Cuánto dinero tenía Antonio! No que a ella le importara, claro, pero era un chico bien y eso siempre contaba. Y efectivamente, de haber imaginado el día perfecto, no lo habría podido pensar mejor que aquel. Pero para cuando recobró el conocimiento ya estaba en esa fría habitación. A Antonio no volvería a verlo más. «¡Qué linda que sos!», «me gustás mucho». Sus palabras resonarían en su cabeza en los momentos de soledad. Y también lo hacían en este preciso instante. El Sr. López la condujo a empujones al baño. Abrió la ducha y frotó el jabón por su entrepierna. Ana se evadió por la claraboya del techo, mientras las saladas lágrimas no dejaban ni por un instante de mezclarse con el agua que caía desde su cabello. La blanca espuma no alcanzaría nunca a limpiar tanta suciedad. Hay blancura también fuera, producto de la refulgente luz. Una cremallera que se baja, una vez más, y el horror que comienza, con el comienzo de un nuevo día, para terminar irónicamente con más blancura, que será luego la que ella tratará de borrar con más jabón.

El sol cae y todas las chicas aguardan en el living. En la antesala hay ya varios caballeros, de los que vienen temprano. Las más curiosas tratan de asomarse para secretamente elegirlos para sí. Ana nunca fue de esas. Prefiere quedarse sentada en el sillón, con la espalda derecha, mientras sus manos descansan sobre las cruzadas piernas. Aún le dura el mareo que comenzó unas horas antes y perlas de sudor se dibujan en su frío rostro. El Sr. López da la señal y Rogelia abre la puerta. Se precipitan al living en tropel, fingiendo civilidad que sus lascivos ojos no saben disimular. Algunos disfrutan tantas manos acariciándolos con fingido placer, otros las desdeñan, prefieren ser ellos quienes elijan. De a poco las parejas se van formando y desaparecen en el oscuro corredor. Ya se oyen algunos gemidos, y los ojos del Sr. López brillan de pensar en el dinero que llenará sus bolsillos en tan solo unas horas. Entre la multitud de hombres, jóvenes, maduros, y hasta viejos, gordos o delgados, velludos o calvos, la presencia de uno en particular incomoda no al resto de anónimos rostros sino al ambiente en sí, que lo rechaza como ajeno, inoportuno en lugar y tiempo. Antonio camina seguro hasta Ana y la toma de la mano. La cabizbaja Ana levanta con tristeza su rostro, para observar al recién llegado. Pero, al verlo, sus labios se iluminan por completo y se curvan en una pronunciada sonrisa. Lentamente se levanta y se pierde por el pasillo, junto con las otras siluetas. En la penumbra del cuarto los cuerpos se trenzarán, repitiendo un eterno ritual. Una parte de su mente sabe que no se trata de Antonio, incluso sabe que él nunca la quiso... pero el resto de Ana prefiere ignorarlo; sólo su fantasía le permite escapar a tanto horror.




                                                                              

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