jueves, 4 de octubre de 2007

Artificialidad

A menudo caemos en el facilismo de nombrar humanamente, si se quiere, criaturas que poco tienen que ver con nuestro mundo. A cuántos zoológicos habremos ido en que, frente al nacimiento de un nuevo tigre de Bengala, se colocan enormes urnas para que los niños voten por un nombre. Y luego el pobre animal cargará de por vida con el nombre Pepito... si es afortunado. De todas maneras, en su primitivo pensamiento poco importa cómo un grupo de simios evolucionados, apiñados al otro lado del cristal, como si nunca antes hubieran visto un majestuoso tigre, pueda referirse a él. Incluso el hecho de que sea de Bengala y no de la Siberia lo tiene sin cuidado, a pesar de que él sabe identificar perfectamente lo que lo distingue de esa otra especie. Ni hablar si quisiéramos hilar fino y tratar de despojar al vocablo “tigre” del significado que tiene hoy en día para nosotros, en nuestro rico castellano. Pues bien, es por este motivo que yo decidí no rebautizarlo. Probablemente sus congéneres, de haberlos tenido, habrían encontrado la manera de referirse a él, de entre todo un grupo, con algún sonido característico, tuviera o no significado alguno en su gutural manera de comunicarse.
Ahora probablemente se estén preguntando ustedes quien es “él”, así que luego de esta breve introducción, tal vez sea hora de que narre su historia. No hay para ello mejor manera que desde el principio, por eso les interesará saber que por esa época, algunos años atrás, aún era yo estudiante de Ciencias Biológicas y me encontraba en la ciudad de Buyumbura (para que puedan ubicarse, se trata de la capital de Burugundi... ¿o debería más bien decir centro de África y ahorrarles confusión?). Pues bien, allí estaba, con motivo de un nuevo congreso de conservación de especies, con más pompa que circunstancia, como tantos otros. Colegas catedráticos, eminencias y no tanto, colmaron la plaza hotelera y vivieron por una semana aprovechando los máximos lujos que la pequeña ciudad pudo brindarles, con la tranquilidad de saber que, de vuelta en el país natal, alguna universidad o entidad científica pagaría todos sus gastos. Entre ellos me encontraba yo, haciendo ostentación de mi argentina austeridad, dado que el subsidio que había podido conseguir escasamente cubría el aéreo, y todos los demás gastos corrían por cuenta de mi propio bolsillo.
Entre las pocas personas con quienes llegué a tener cierto trato personal podemos contar a Tavis Dumbrill, licenciado en Biodiversidad y biología evolutiva, egresado de la universidad de Cape Town. A él le debo no sólo la grata compañía durante esos días, sino también el consejo de no abandonar África sin antes visitar los parques nacionales de Zaire; le estoy por ello muy agradecida. En alguna de tantas charlas, surgió mi interés personal en temas de comportamiento animal entre primates (pueden remitirse a “Effects of Interferon-Alpha on Pongo pygmaeus: A Nonhuman Primate Model of Cytokine-Induced Depression”, el último paper que publiqué junto con mi equipo de trabajo del laboratorio 46). Él consideró un must, un worth-seeing, la reserva de Vurunga y/o la de Kahuzi-Biéga, según fuera mi disponibilidad de tiempo y de dinero, claro está. Así que una vez cumplidas mis obligaciones puramente académicas, empaqué mis cosas y me fui, mochila al hombro, rumbo a Zaire. Una vez que hube cruzado la frontera, en la oficina de turismo supieron informarme cómo llegar a destino. El único medio de transporte disponible era una línea de autobús público, con una frecuencia de tres servicios por día. Sin embargo, me dejaría separada de la reserva propiamente dicha por varios kilómetros de selva virgen; un guía local sería imprescindible. Trataron infructuosamente de disuadirme en mi empresa. Finalmente resignados, me recomendaron un joven de su plena confianza y me desearon suerte. Mtumwa debía tener unos 17 años, pero es difícil decirlo con certeza. Producto de las inclemencias de la vida del carenciado, con consecuente deficitaria alimentación, era delgado en extremo. Era, digo, pero espero siga siendo... más vale delgado que no ser, ¿verdad? Y no vayan a creer que se trata de algo que no hayan visto en alguna zona de nuestra Reina del Plata, por no mencionar puntualmente al chico que hoy les pidió una moneda en el semáforo, luego de desparramar, con más buena intención que eficacia, la suciedad del parabrisas de su auto. Lamentablemente, el hambre no entiende de culturas u origen. En fin, no sé si quería ponerme a pensar ahora en estas cosas, prefiero retomar la historia. Más allá de las diferencias idiomáticas, procuramos transitar un terreno no tan desconocido por mí como por él; en inglés supimos llegar a un acuerdo en lo mínimo indispensable para sus intereses: comida y dinero. Yo cubriría los gastos de transporte y manutención de ambos durante los días que tomara la expedición, además de una módica suma por el servicio prestado. Confieso que en ese momento, al escuchar por primera vez el plural de día, dudé si tanto esfuerzo valía la pena. Hoy me río de ello. La distancia que me separaba de mi destino era irrisoria. Aparentemente, según pude entender, los contratiempos eran producto del derrumbe de un puente, hacía varios meses ya, lo que nos obligaría a un desvío donde las aguas del río Ulindi fueran navegables. Sin mucho preámbulo, ingresó a la caseta en que ha de seguir viviendo y volvió con algunos utensilios, entre ellos una balsa inflable que me inspiró poca confianza. Del micro en que recorrimos el primer tramo es poco lo que vale la pena decir. Si lo imaginan destartalado y atestado de sudorosa gente y gallinas, habrán acertado. Mtumwa me despertó luego de tres horas de viaje; ya habíamos llegado a destino. ¿Destino? No sabía si reírme o llorar. Pensé ‘ahora salen tres hombres de entre esos arbustos, me roban lo poco que me queda y huyen junto con mi guía, abandonándome en el medio de África, a la buena de Dios’; luego quise disculparme con Mtumwa por haber siquiera pensado de él de esa manera. Es gracioso que amigos extranjeros, de paso en Buenos Aires, ciudad que podemos considerar cosmopolita, más allá de ciertas opiniones personales, fueron víctima de los más ingeniosos artilugios para ser despojados de sus pertenencias, y aquí, en el corazón mismo del salvajismo planetario, la civilidad era ama y reina. No sólo Mtumwa no intentó jamás robarme sino que, cuando armé mi pequeña carpa la primer noche, bajo una lluvia torrencial, él se negó rotundamente a acompañarme en el interior, y prefirió montar guardia fuera. En ese momento pensé que se trataba de respeto, hoy en día, estando un poco más confundidos mis antiguos valores, creo que me tenía miedo. Luego de dos exhaustivas jornadas de caminata, machete en mano, mi guía me indicó que ya habíamos llegado al Parque Kahuzi-Biéga y se despidió. Apenas estuve sola se me vino el mundo encima. Recién en ese momento comprendí cuan desvalida estaba, a miles de kilómetros de mi casa. En mi departamento, mi gato seguiría esperando ansioso mi regreso; que el portero del edificio le diera de comer a diario no era lo mismo. Y había tanta gente pensando en que jamás haría algo así, que no podía arreglármelas por mí misma; a ellos tenía que demostrarles lo equivocados que estaban. Saqué la cámara de fotos de la mochila, me la colgué al cuello, y retomé la marcha, pero desde ese momento ya no era la misma Mariana. Fue entonces que lo vi. Tal vez la reorganización de mis ideas había permitido una apertura mental tal que pude percibirlo, pero siempre había estado allí. La verdad es que no lo sé aún. Apuré a disparar la cámara, pero ya era tarde. Creí quedarme en silencio, pero hoy sé que una estampida de elefantes hace menos ruido que una chica de ciudad moviéndose en un pastizal. Con el tiempo pude desarrollar el sigilo, pero para ese entonces cada paso que daba ahuyentaba a cuanta criatura hubiera en las inmediaciones. Cansada, armé la carpa en un claro y, temerosa como estaba, pasé gran parte de la noche en vela. Con el paso de los días abandoné las estúpidas costumbres a que nos obliga la sociedad. Incluso hubiera arrojado inútiles objetos que cargaba conmigo, de no ser porque no había dónde tirarlos y era incapaz de corromper la pureza de ese lugar con un cepillo de dientes que tardaría al menos mil años en degradarse. ¡Qué difícil resulta medir verdaderamente cuánto tiempo representan mil años!
Nuestro segundo encuentro fue más provechoso. Yo estaba recostada de cara al cielo, que se recortaba allá, lejano entre las tupidas copas de los árboles, y él se me acercó, sin percibir mi presencia. En esta ocasión sí pude fotografiarlo, bien encuadrado y expuesto. Mientras lo observaba caminar contoneando toda su autosuficiencia, pensaba en cuántas cosas superfluas juzgamos importantes y cuántas cosas importantes no descubrimos hasta que las perdemos. Pues bien, así, poco a poco, cambió totalmente mi vida. Supongo sabrán comprender que estar sola e incomunicada en una verdadera selva produce inevitablemente ciertos replanteos metafísicos y la influencia de una criatura tan magnífica no era tampoco moco de pavo. Sí, es un gorila, de eso no hay duda. Pero su conducta no responde a las habituales. Fisonómicamente tampoco responde a las especies conocidas. En mi opinión, podría tratarse de un cruzador de ríos que quedó aislado y por eso tuvo que readaptar sus costumbres, pero usualmente ellos habitan zonas más occidentales. Claro está que para corroborarlo habría que comprobar la suficiente distinción en su código genético, para poder afirmar que se trata, efectivamente, de una nueva especie. Lo he visto cazando no sólo aves pequeñas y roedores sino reptiles. ¡Dónde se ha visto un primate que no les tema! A veces quisiera que toda la comunidad científica pudiera verlo, otras veces gana mi egoísmo o mi sobreprotección de madre y lo quiero todo para mí. Y es aquí donde volvemos al problema de la nomenclatura, porque de seguro ya le arrebatarían su encanto y magia con un Gorilla beringei magestus, o algo similar. O podría ser aún peor, y alguien con buena intención y poco tino sugeriría que como su descubridora tengo derecho a Gorilla beringei avilus. Lo cierto es que se convirtió en un ejemplo para mí, probablemente porque su soledad me identifica. Otros gorilas se le han acercado en algunas ocasiones, pero él es indiferente a ellos; no busca con otros machos pelea ni pretende cópula con las hembras. Aprendí de él dónde tomar agua potable, y qué frutos y hongos comer sin riesgo de intoxicación.
Conservé mi reloj sólo para poder tomar nota apropiadamente de sus conductas, de ser por mí lo habría destruido hace rato. Aún así, perdí un poco cuenta del tiempo. Calculo que debe hacer ocho meses que terminó el congreso. Hoy ya no tengo baterías ni película fotográfica. Los siete rollos que saqué tal vez nunca lleguen a ser revelados. De Buenos Aires sólo extraño algunas personas, que cuento con una mano y me sobraban dedos, pero sobre todo me duele no poder compartir con ellas mis nuevos saberes, mi crecimiento. Anoche me mordió una serpiente. No tuvo intención de atacarme. Por error me acerqué muy cerca de su nido, donde la esperaban montones de sibilantes crías y, temiendo por ellas y sabiendo como ustedes también, que la mejor defensa es el ataque, actuó. Tengo fiebre. Revolví en mi botiquín de primeros auxilios, que a duras penas merece ese nombre, pero no creo que 600mg de ibuprofeno sean la cura a mi malestar. Él parece preocupado, pero aún así su inteligencia primitiva gana la batalla y, con sabiduría, le dicta que el hombre es peligroso, mejor no acercarse. Ahora sólo me resta esperar.




                                                                              

2 comentarios:

HALBERT dijo...

Originales, ocurrentes, irónicas, trágicas y, a veces, hasta divertidas... Tus historias mezclan todo eso (y encima, muy bien). Un gusto leerte!
Se empieza con narraciones en un blog... Luego una adaptación a guión cinematográfico y...
Saludos!

Artemisa dijo...

Muy bueno! No sabía que era ficción y hasta un poco antes del final creí que era cierto!

Felicitaciones.