domingo, 26 de agosto de 2007

Noches surrealistas porteñas

Presentando situación: dos hombres de unos 35 años comen, uno de ellos en silencio; su compañero intenta generar situación de diálogo con mujeres de inferior edad valiéndose de las peores líneas de chamuyo jamás vistas (no, no bailo tango). Los daremos en llamar "Imbécil -no tanto-" e "Imbécil -con ganas-" respectivamente. Un grupo de eventuales víctimas se acerca a la salida. Nuestros protagonistas están estratégicamente ubicados junto a la puerta, para no dejar escapar ocasión al entrar ni al salir. El amigo "Imbécil -con ganas-" inicia una conversación en que se jacta de ser productor televisivo de vaya-uno-a-saber-qué y así logra que una de las mozuelas le dé su número celular. Mientras anota:
Incauta de turno: ...Florencia (por decir algo) Dorisñjsm.. (sus palabras no llegan a nuestros oídos lo suficientemente claras)
Imbécil -con ganas-: ¡Ah! Como Ricardo Darín pero con O.
Imbécil -no tanto- no puede disimular su cara de hartazgo. Con un fingido entusiasmo cuya espontaneidad refresca nuestros sentidos afirma: ¡Cómo los Doritos!

No más preguntas, su señoría.


A raíz de esto no pude menos que preguntarme por el resto de la noche: ¿Qué rol es más patético? La chica se sabe embaucada y aún así acepta lo dicho cual verdad absoluta. Nuestro embaucador (pero pudo ser cualquier otro, ehh!) miente y no sólo eso sino que sabe que su mentira no es creída. Sabe que es aceptada aún siendo flagrante su condición de mentira. ¿¡POR QUÉ?! ¿Por qué habría uno de querer molestarse en mentir a alguien que evidentemente no le importa que le mientan? ¿No sería más fácil en ese caso decir la verdad fingiendo que es mentira?




                                                                              

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